Para muchos, Carlos Monzón fue el más grande boxeador de todos los tiempos.
Santafesino de origen, supo ganarse el afecto de todo el pueblo argentinoEn la avenida Costanera se encuentra uno de los monumentos más llamativos y
curiosos de la ciudad: un boxeador que mira al cielo con sus puños en alto
iluminado por la gloria eterna.
Quienes lo conocieron personalmente
dicen que fue un grande, tanto dentro como fuera del ring, y que tuvo actitudes
de grandeza para con los suyos y desconocidos que lo elevaron a la extraña
categoría de ídolo popular, título reservado solo para algunos hombres
afortunados.
Una historia como tantas otras
Sus padres, Amalia Ledesma y Roque Monzón, tuvieron un varón el 7 de
agosto de 1942, al cual bautizaron con el nombre de Carlos. Carlitos vivió sus
primeros años de vida en la localidad santafesina de San Javier, rodeado de
pobreza y grandes privaciones.
Desde muy chico tuvo la necesidad de
trabajar para ayudar a sus padres y esto hizo que sus primeros oficios fueran
aquellos en los que podía encontrar dinero rápido:
sodero, lechero, albañil
o diariero. Aprendió las leyes y códigos de la calle, aquellos que permiten
sobrevivir a los más débiles.
Así empezó a boxear mientras que los
chicos de su edad estudiaban o se reunían para jugar en algún parque o cancha de
fútbol santafesina.
En el camino
Buscando un rumbo en la vida y
tratando de darle una profesión a lo que ya había aprendido a hacer, Carlos
Monzón comenzó a recorrer gimnasios dentro del pugilismo para hacerse un
deportista en la materia.
Tuvo diversos representantes y emprendió un
camino profesional que lo llevó a ser parte de la categoría medianos con un peso
promedio de 64 kilos. Disputó su primera pelea en su ciudad. Su estilo callejero
le daba satisfacciones pero también importantes cortes. Fue, por esas
casualidades del destino y luego de tener diferencias con sus managers de
entonces, cuando conoció a Amílcar Brusa.
Su entrenador y
amigo
“La dupla perfecta”, bautizaron algunos la relación que se
estableció entre Carlos Monzón, el pupilo, y Amílcar Brusa, su maestro. Desde
que se conocieron, su relación fue excelente.
Carlos no solo aprendió a
boxear como un verdadero profesional, sino que la enseñanza recibida logró
incluso llegar hasta los aspectos más rutinarios de su vida: su sociabilidad.
Lejos comenzaron a quedar los tiempos de las peleas callejeras y las
piñas fáciles. El pequeño hombre que había sobrevivido toda su vida a golpes de
puño se calzó los guantes y logró convertirse en un verdadero deportista
profesional sin haber perdido su hambre de gloria y, por supuesto, su rabia al
boxear. Tito Lectoure, su representante, sería quien le daría oportunidades
internacionales y Carlos no las desaprovechó.
Su rabia y su coraje lo
llevarían a alzarse con la corona de Campeón del Mundo una noche en Roma, cuando
por KO en el duodécimo round y después de una feroz paliza, logró que desde el
rincón de Nino Benvenuti arrojaran la toalla blanca dando por terminada una de
las peleas más grandes de la historia del boxeo
Monumento a un grande
Quizá debajo del ring no tuvo
la suerte de encontrar los mismos amigos y consejeros que sí tuvo arriba. Sin
embargo, nadie puede juzgarlo. Su vida fue, al igual que su boxeo, una verdadera
obra de arte. Basta con pasar frente a su monumento para recordarlo, intentando
siempre que no se nos caiga una lágrima.
Escritor: Pablo Etchevers
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